lunes, 8 de enero de 2018

“Umbral ok”, la trampa de los alumnos “inteligentes”. Esfuerzo, motivación y aprendizaje.

Hay alumnos que crecen cómodamente apostados en ese “umbral ok” que años atrás -con el tácito consentimiento de sus padres y educadores- pactaron consigo mismos.

Suelen ser alumnos sin más problemas de aprendizaje que los que se derivan de su discreta disposición al esfuerzo.


A su debido tiempo instauraron satisfactoriamente los fundamentos de la lectoescritura y del cálculo aritmético.

Pero luego el deseo de aprender y la voluntad de esfuerzo decidieron -a hurtadillas- guarecerse bajo un falso pero confortable “techo de cristal”.

Desde entonces el afán de progreso y de excelencia se les quedó tibiamente estancado. La curva de aprendizaje, que en los primeros cursos seguramente había logrado un valor destacable, se estabilizó; mejor, se atascó.


Éstos suelen ser alumnos que se han ido acostumbrando a oír que pueden más, que sus esfuerzos están por debajo de sus capacidades…

Entre padres y educadores -con estos inevitables decires- erróneamente les han hecho creer que son alumnos inteligentes.

Y ellos -consentidos de su presunta inteligencia- no tienen mayores reparos en dejar que los cursos corran casi en balde tratando -eso sí- de minimizar en casa y en el colegio las adversas consecuencias de su paralítico conformismo.


En el fondo, estos alumnos, igual que a menudo sus padres y educadores, suelen tener la segura confianza de que, apenas ellos quieran, pueden ser esos brillantes estudiantes que hace años se les reclaman que sean.

Sin embargo, corren el riesgo de que les pase algo así como a la holgazana y engreída liebre de Esopo, que no veía  rival digno en la tortuga ante la que finalmente perdió la carrera en un exceso de confianza.



Dudo de la efectiva “inteligencia” de estos alumnos. Considero que una persona es verdaderamente inteligente cuando logra estar intrínsecamente motivada para disfrutar realizando aquello que es conveniente, importante, decisivo, que haga, y para asumir el esfuerzo que estos cometidos a menudo conllevan.


Sin trabajo la inteligencia sola rinde mediocremente. El talento solo, sin esfuerzo, no logra genios. La inspiración, decía Picasso, visita a los genios, pero los tiene que sorprender trabajando.


Aprender esta lección, en general, es difícil para los alumnos de ahora.

En la actual cultura del “homo felix” las carreras de éxito que socialmente se hacen apetecer no se basan en el mérito que reporta el esfuerzo, sino en la volátil fama de la insustancia mediática de los influencers, de los youtubers y demás constructos comerciales que los coolhuntings de la polimórfica industria de la moda (presente en casi todos los sectores de la economía de consumo, incluido el deporte) efímeramente primero crea y luego destruye.


Siempre ha habido alumnos menos predispuestos a trabajar. Pero esto entonces era una cuestión de idiosincrasias personales. Los había sin tesón igual que los había pelirrojos y zurdos... Cada uno era cada uno.

Ahora, en cambio, esta indisposición al esfuerzo es una cuestión cuasi generacional.

Hoy en día se habla mucho de educar la creatividad. Ciertamente, es algo muy importante, pues estos alumnos se habrán de enfrentar a un mercado laboral en incesante recreación tecnológica; más aún, a la creación de una cultura que apenas está recién nacida.

Pero casi nada se habla de la conveniencia de educar a los alumnos en el esfuerzo. Como si el talento y la inteligencia, sin la compañía del trabajo y del esfuerzo, hicieran genios.


En sus investigaciones con niños geniales los neuropsicólogos Chase y Simon concluyeron que ninguno de los más talentosos jugadores de ajedrez que tuvieron en sus registros había logrado un nivel de destreza altísimo sin antes haber completado unas diez mil horas de entrenamiento. Es decir el equivalente a pasar jugando al ajedrez  24 horas durante 416 días, ininterrumpidamente.

Chase y Simon no negaron que en la genialidad exista cierta condición constitutiva, pero sí afirmaron que el esfuerzo es indispensable para llegar a ser un genio de las matemáticas o del violín o del ajedrez o de cualquier otra cosa, y que este entrenamiento, para que sea efectivo, requiere de una gran motivación más que de una gran capacidad biológicamente acreditada.



Por ejemplo, verificaron que los niños a los que sus padres consideraron sobredotadamente talentosos para algo en especial, se llegaron a creer su genialidad; y también que estos niños a fuerza de ser esforzadamente constantes en el ejercicio de dicho talento, en efecto lo llegaron a desarrollar más de lo común.

La evidencia experimental obtenida por Chase y Simon fue que la zona de desarrollo próximo correspondiente a tales cualidades -esa intuición psicopedagógica que Vygotski tuviera a principios del siglo XX y que luego Merzenich demostró en su laboratorio que sin duda es un hecho fisiológico neuronalmente asentado- se expandió en estos niños por encima de la media.

Y es que, en contra de lo que Galton estableció en sus estudios sobre el talento, no parece que sea del todo cierto que el límite de un desempeño dependa -sin más- de la genética, como si el talento fuera un extraño don de la naturaleza, y la disposición personal para hacerlo efectivo y así alcanzar el techo de su máxima realización, en cambio, dependiera enteramente de la libre voluntad del individuo.

En este sentido, los estudios de Sigman y Gilbert han hecho pensar que ni el límite superior del aprendizaje es tan genético ni el camino que conduce hacia éste es tan poco genético.

Por un lado, la voluntad, el afán de lucha y el ansia de superación, enseñaron Chess y Thomas, no son rasgos inmutables pero sí llamativamente persistentes a lo largo del desarrollo, dado que tienen una base biológica que dificulta que socialmente sean tan permeables como intuitivamente se suele creer.

De las diversas variables sociales que afectan al temperamento, según ellos, la más decisiva es el hogar en que el chico crece, pues del sinfín de motivaciones extrínsecas la gratificación afectiva es la más eficaz para que un alumno se ponga en disposición de romper su techo de cristal, y la que se otorga en el hogar se supone que es la más apreciada.



Por otro lado, el talento, ese don de la genética, explican Sigman y Gilbert, tampoco es tan inmutable como intuitivamente se suele creer. Para que el cerebro aprenda, observaron ellos experimentalmente, éste precisa esfuerzo y motivación.

Y neurológicamente aprender parece que consiste en el ejercicio de esa fabulosa capacidad que el cerebro tiene de reciclar la funcionalidad de unos sistemas que oriundamente son competentes para un específico cometido en otros que, después de mucho entrenamiento, llegan a ser competentes para otras tareas genéticamente no programadas y no menos complejas que la primera.

Cuenta Sigman cómo Gilbert y él lograron que el subsistema visual que nativamente sabe resolver una diferencia cromática en ochenta milésimas de segundo, tras muchas horas de ensayos, aprendió a distinguir -aparentemente con el mismo automatismo y la misma facilidad con que discrimina el color- la figura de un triángulo que al estar camuflada en una tupida área de puntos era imperceptible para cualquiera que no estuviera pertinentemente entrenado.



Hasta cierto punto -¡se trata de un punto tan admirable que permite al ser humano nada más y nada menos que aprender!- lo que la genética inicialmente ha establecido en el cerebro resulta rectificable.

Por ejemplo, aunque dicho muy simplonamente, esto es lo que se produce en la corteza ventral -en sus áreas visuales y espaciales- cuando un niño aprende a leer. La proeza le suele costar al alumno entre cuatro y seis años, dependiendo de la calidad del entrenamiento al que es sometido y también de la intensidad de la mielinización de su cerebro.

Aproximadamente, unas siete mil horas de aprendizaje, es decir, una cifra que va a la zaga de las diez mil de entrenamiento que Chess y Thomas computaron que eran necesarias para que los niños mejores ajedrecistas alcanzaran su elevadísima competencia.


A fin de cuentas el fenómeno es el mismo cuando el niño ajedrecista, donde hay unas piezas sueltas, es capaz de “leer” la trama de una sucesión de jugadas; cuando el niño alfabetizado, donde hay unos grupos de signos que son las palabras, es capaz de “leer” la trama de un relato acerca de unos hechos o de un argumento acerca de unas ideas.

Al poner la lupa fisiológica a estos hechos, el neurólogo Merzenich comprobó que, cuando se logra el reciclaje funcional de un sistema cerebral y que el individuo consecuentemente aprenda a hacer algo nuevo, las neuronas que intervienen en tal ejercicio tienden a expandirse y invadir a sus neuronas vecinas.

Pero Merzenich también comprobó que era necesario, para que esta transformación de la corteza cerebral se produjera, no sólo que el individuo fuera expuesto -sin más- al estímulo de aprender, sino que simultáneamente se le registrara actividad en el área ventral tegmental, esa región profunda de la corteza que produce dopamina.



Es decir, este potencial cambio en el cerebro, en el cual consiste la capacidad de aprender, demanda la doble condición de que externamente al individuo se le reclame entrenamiento y trabajo: es preciso que éste realice el esfuerzo que le supone responder al estímulo de aprendizaje al que exigentemente se le está exponiendo; y de que internamente en su cerebro se intensifique la segregación de dopamina: es preciso que el individuo sienta el gusto, el deseo, el interés, la motivación, de aprender.

Según descubrieron Hubel y Wiesel en sus investigaciones sobre el aprendizaje de adultos, la dopamina es el ingrediente más importante de la “sopa química” de neurotransmisores que promueve la transformación sináptica. El concurso de la dopamina es principal en la activación de la neuroplasticidad del cerebro.



Según la evidencia experimental de Goldin, el aprendizaje para su consolidación necesita el esfuerzo de la reiteración. La doctora Goldin comprobó que, para que un aprendizaje quedara efectivamente interiorizado por el niño -es decir, para que la transformación fisiológica de su corteza cerebral se consumara: esto es la memoria, un cambio sináptico que permanece- era insuficiente la cómoda audición de una lección y en cambio era necesario que a ésta le siguiera una pauta de actividad sobre ella.

***

Habida de cuenta de estas reseñas, ¿qué apunta la neuropsicología que es necesario para que el aprendizaje se produzca?

Dos palabras. Esfuerzo y motivación. No basta que la dopamina “reblandezca” el cerebro; a la vez hace falta esfuerzo para que el efecto del estímulo al que el cerebro queda expuesto quede “grabado” en él; de lo contrario, tal aprendizaje o no se produce o se produce sólo efímeramente.


En estos tiempos reivindicar desde las aulas -para las aulas- una cultura del esfuerzo no es una postura docente del tipo del “a mí me parece que”, tan frecuente en un mundo a veces tan brumoso como es el de la educación; sino una decisión en todo punto estratégica, tomada después de hacer una lectura atenta -primero- del entorno social donde los alumnos de hoy crecen y -segundo- del estado actual no de la “moda pedagógica” sino de su fundamentada investigación científica.

Esfuerzo y motivación en absoluto son palabras nuevas, que recién hubiesen sido incorporadas al debate educativo por la “neuropedabobía”; pero sí que han dejado de ser palabras sujetas a la opinión y al gusto del educador de turno.

Guste o disguste, 2 + 2 es cuatro. Y guste o disguste, el cerebro, para aprender, necesita Esfuerzo y Motivación. Y de las dos, especialmente estratégico, dada la actual circunstancia sociocultural, es insistir en el esfuerzo, aun a sabiendas de que sin motivación éste queda tullido.


Urge hoy impedir que los alumnos tiendan a apoltronarse en injustificados “umbrales ok” y a guarecerse bajo falsos “techos de cristal”, y a que en consecuencia su capacidad de aprender se quede estancada en “lugares” ya aprendidos en los que el esfuerzo no se precisa para estar. Todo ello requiere:



Instar a los propios alumnos a que abandonen su zona de confort, alentándoles a lograr la excelencia, que es mejor versión posible que uno puede alcanzar de sí mismo.
La medida de la propia capacidad es la medida del esfuerzo que cada alumno está moralmente obligado a intentar realizar.


Instar a los padres a que se liberen del el Complejo de Tetis, alentándoles a no privar a sus hijos de una saludable experiencia de la limitación.
De lo contrario, crecerán creyendo en la infantil omnipotencia de sus deseos.

Instar a los educadores a que transfiguren su imagen de enseñantes “erómenos” en la de maestros “erastés”.
La manera más eficaz de conseguir que el alumno aprenda porque le gusta aprender -hasta el grado de asumir el esfuerzo que esto conlleva- es que el educador se visibilice ante ellos no tanto como el que sabe mucho cuanto como al que le apasiona aprender: la propia emoción de aprender.

***

Cuando tuve ocho años mi padre me regaló una máquina de escribir Olivetti Lettera 42. El artilugio venía acompañado de un método para aprender mecanografía que sólo seguí hasta el momento en que me di cuenta que seis de mis diez dedos habían adquirido vida propia y habían aprendido a deslizarse por el teclado atinada y rápidamente sin que para ello tuviera yo que estar especialmente pendiente de ellos. Nunca llegué a contabilizar mis pulsaciones por minutos. La velocidad y el automatismo que adquirí entonces todavía hoy me parecen suficientes.

Al cabo de los años, aquella máquina de escribir fue reemplazada por mi primer ordenador, el cual hacía gala de más cortesía que su predecesora, pues con el corrector ortográfico de su procesador de textos me advertía de mis fallos mecanográficos. Gracias a él mis seis vertiginosos dedos perdieron el temor a equivocarse y yo me he podido ahorrar cientos de borradores.

Estoy seguro de que de haber continuado con el método hasta el final hoy mi velocidad mecanográfica sería mayor. Y estoy casi seguro de que, de no haberme tropezado con una tecnología correctora que supliera mis errores, finalmente hubiera acabado aprendiendo mecanografía con los diez dedos, para minimizar la tediosa obligación de tener que corregir cada folio antes de extraerlo del carro de la máquina. Es la historia de uno de mis “umbrales ok” en la vida. Tengo otros. Algunos de más difícil perdón.

P. D. Todavía no me he acostumbrado a dictar al ordenador y que ahorrarme el tedio de escribir. Seguramente porque escribiendo fijo mejor las ideas que hablando. ¿Otro umbral ok?