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miércoles, 8 de febrero de 2017

La falsa felicidad de los hijos.

A los padres lo que más nos ocupa y preocupa es la felicidad de nuestros hijos. Pero los padres de hoy corremos el riesgo de confundir felicidad con "facilidad"; es decir, de creer que la felicidad de nuestros hijos pasa por la excesiva concesión de recompensas y de concesiones siempre fáciles e inmediatas.


De esta manera, sin querer, los padres contribuimos a que nuestros hijos acaben padeciendo el síndrome del “hombre feliz”, el cual termina siendo a medio y largo plazo el más "infeliz" de los hombres.

Los aquejados de este síndrome (felicismo) son niños y adolescentes que obtienen "todo" con escaso esfuerzo y mérito; niños y adolescentes a los que sus padres les evitamos todas las contrariedades que podemos y les procuramos con nuestra sobreprotección una vida de ficción en la que los inevitables "problemas" del día a día no tienen cabida; niños y adolescentes para los que vivir, contra lo que escribió Dewey, no consiste en aprender a solucionar problemas, sino en tener "padres marsupiales" que se los solucionen.

Esta “pedagogía de la felicidad” es la que impera actualmente en la sociedad. La que mayoría de los padres no debe ver mal, pues es la que suele poner en practica, seguramente sin calcular las consecuencias en sus hijos.

En cambio, para la minoría que no está de acuerdo con esta "pedagogía", mantenerse al margen es tarea difícil. En muchos casos implica educar a sus hijos en contra corriente. Por eso, para ellos estas sabrosas palabras de Séneca:

Todos los hombres quieren vivir felices; pero al ir a descubrir lo que hace feliz la vida, van a tientas. El camino más frecuentado y más famoso para encontrar la felicidad es el que más engaña.


Nada importa, pues, más que no seguir, como ovejas, el rebaño de los que nos preceden, yendo así, no a donde hay que ir, sino donde se va. Y ciertamente nada nos envuelve en mayores males que acomodarnos al rumor, persuadidos de que lo mejor es lo admitido por el asentimiento de muchos, tener por buenos los ejemplos numerosos y no vivir racionalmente, sino por imitación.

 



Sobre la felicidad, algunos datos. En Corea del Sur, país que en los últimos lustros se ha convertido en una gran potencia económica y tecnológica y en el que sus niños figuran entre los mejores educados del mundo, la tasa anual de suicidios, sin embargo, se ha triplicado.



El PIB de USA creció en la segunda mitad del S.XX de 2 a 12 billones de dólares. Pero los niveles subjetivos de bienestar de la población estadounidense no parece que hayan aumentado a la par que el PIB del país.

Al principio del S. XXI los norteamericanos se sentían aproximadamente igual de felices que en 1950, aun siendo bastante más ricos. La misma descompensación -entre crecimiento de la riqueza y de la sensación de bienestar y de felicidad- también se constata en Japón.

Seguramente, lo sucedido desde el término de la Segunda Guerra Mundial en los países más ricos enseñe que es más fácil mejorar el bienestar material de una sociedad que su sensación de felicidad.


Obviamente, a partir de ahí no vale incurrir -y menos ahora, que se ve peligrar el estado de bienestar en no pocas sociedades occidentales- en la falacia de que a más pobreza, más felicidad, porque no es cierto. Allí donde el umbral biológico de pobreza no se ha franqueado y sostenerse en la vida sigue siendo un angustioso problema de tipo material, la felicidad es imposible.


Pero tampoco cabe incurrir en la falacia contraria de que a más riqueza, más felicidad; porque también es incierto. Allí donde el hombre lleva la opulenta vida que caracteriza a las sociedades hiperconsumistas, resulta que la felicidad no es tan fácil de alcanzar como hubiera cabido presumir cuando el bienestar no se había "democratizado".

En su vibrante Declaración de Independencia, los Padres Fundadores de los Estados Unidos de América declararon como verdad evidente por sí misma el derecho de todos los hombres a la vida, a la libertad y a la búsqueda de la felicidad.


Quizás entonces -año 1776- fuera plausible pensar que el hallazgo de la felicidad sería el mecánico resultado de un estilo de vida en el que el derecho a la libertad y a unas generosas condiciones materiales de vida estuvieran masivamente garantizados. Pero la historia contemporánea de las sociedades occidentales y occidentalizadas lo ha desmentido.

El hecho es que en las "sociedades opulentas" el hombre sigue a la zaga de una felicidad que no sólo no termina de encontrar, sino que, incluso, según parece, se le antoja más lejana que antes, lo cual, de nuevo con palabras de Séneca, tiene fácil explicación: "andan rápido, pero en la dirección equivocada":

No es fácil conseguir la felicidad en la vida, ya que se aleja uno tanto más de ella cuanto más afanosamente la busque, si ha errado el camino; si éste lleva en sentido contrario, la misma velocidad aumenta la distancia.


Sobre la felicidad, algunos datos más. En 1953 J. Olds y P. Milner descubrieron en su laboratorio de la universidad canadiense de McGill el centro del placer en el cerebro de una rata. Por error le colocaron un electrodo en una región próxima al sistema reticular, llamada septum pellucidum.

Cada vez que el roedor se acercaba a la esquina A de la jaula, los investigadores le aplicaban una descarga eléctrica breve y de escasa intensidad. Luego repitieron la pauta con la esquina B, hasta que la rata se olvidó de la A.


Seguidamente, J. Olds y P. Milner emularon la caja de Skinner e instalaron en la jaula una palanca para que la rata se autoestimulara. El resultado fue que el animal pulsó el pedal miles de veces, hasta llegar a la extenuación. La rata se mostró tan adicta al placer que no le importó sufrir castigos para poder acceder a la palanca ni posponer el alimento y el descanso a la obtención del estímulo.

Resultados análogos fueron los del psiquiatra norteamericano Robert Galbraith Heat con sus pacientes B-19. Sin ser suficientemente advertidos de las consecuencias adictivas del experimento, los enfermos de Galbraith se autoestimulaban incesantemente, todo el día, hasta el punto de descuidar su aseo personal y sus responsabilidades familiares; de sufrir una crónica ulceración en los dedos que empleaban para ajustar la intensidad de la estimulación que recibían directamente en el septum de sus cerebros; de solicitar primero la restricción del autoestimulador para exigir luego que éste le fuera restituido.


J. Bentham escribió que la naturaleza había ofrecido el dominio del hombre a dos “señores”: el placer y el dolor. Los millones de años de evolución nos han programado para que busquemos el placer y huyamos del dolor. ¿Por qué?

Tiene pinta de que se trata de un inteligente "ardid" de la propia vida, que ha asociado el instinto de supervivencia y de reproducción al placer, y cuanto representa una amenaza para éstos lo ha asociado al dolor.


A fin de cuentas, vinculados de esta manera con estos instintos, el placer y el dolor son para el hombre un incentivo -casi determinante- para asegurar que su comportamiento esté siempre del lado de la vida.

En esto la evolución ha sido extremadamente hábil. Para lograr el exitoso funcionamiento de este “ardid” convenía que el placer fuera limitado y adictivo, como de hecho es, pues, de lo contrario, si el placer fuera ilimitadamente duradero, el hombre -una vez comido y copulado- no sentiría de nuevo el apetito ni de comer ni de reproducirse. Con lo cual la vida estaría precipitadamente abocada a su extinción.


No obstante, cabe que tan ingenioso “ardid” pueda volvérsele “estúpido” al hombre, hasta el punto de producirle el efecto contrario a aquél para el que fue primariamente urdido. Cuando el placer y la recompensa pierden su condición de medio al servicio de la vida y se rebelan y erigen en fin, ocurre lo que observaron J. Olds y P. Milner en sus ratas y Galbraith en sus enfermos:

La recompensa ininterrumpida es incompatible con la vida. Instalada en el placer y en la recompensa que no cesan, la rata de J. Olds y P. Milner cayó exhausta. Y los enfermos B 19 de Galbraith acabaron viviendo para obtener placer y recompensa. Son los efectos de su incontrolada adicción.


Habida cuenta de lo que estos experimentos ilustran, si de lo que se trata es de enseñar a nuestros niños y adolescentes a buscar la felicidad, no parece que proporcionarles recompensas inmediatas, permanentes y fáciles sea lo más correcto, pese a que la "pedagogía de la felicidad" en boga induzca a lo contrario.

A quien está acostumbrado a la recompensa fácil y permanente, los objetivos de la vida -la vida misma- se le desdibujan. Una cosa es que cuanto contribuye a la vida origine placer y gratificación, y otra que cuanto causa placer y recompensa redunde beneficiosamente en la vida. Una vez más, Séneca:

El camino más frecuentado y más famoso (para encontrar la felicidad) es el que más engaña. Nada importa, pues, más que no seguir, como ovejas, el rebaño de los que nos preceden, yendo así, no a donde hay que ir, sino donde se va. Y ciertamente nada nos envuelve en mayores males que acomodarnos al rumor, persuadidos de que lo mejor es lo admitido por el asentimiento de muchos, tener por buenos los ejemplos numerosos y no vivir racionalmente, sino por imitación

Éste es el “rumor” de hoy, el que está al cabo de la calle: si se les facilita -con la desmesura que se hace- la obtención de recompensa, si crecen sin conciencia alguna de dificultad y sin apenas experiencia de esfuerzo, nuestros hijos serán felices. Pero este “rumor” es falso. Obviamente, no es verdad que la vida privada de placer y de recompensa sea vida; pero tampoco lo es que la desmedida de la recompensa haga que la vida sea más vida.

Efecto de esta dominante pedagogía social de la felicidad en nuestros hijos es el dañino síndrome del “hombre feliz”, el cual, si lo observamos bien, casi siempre se muestra insatisfecho, casi siempre descontento, y casi siempre sin aspiraciones a no ser que estén inmediatamente premiadas. Al niño y adolescente que lo tiene todo "gratis", probablemente le falten las ganas de estudiar, más aún si esto les requiere esfuerzo y compromiso.


La imagen de este “hombre feliz” es la rosa de El Principito: caprichosa, débil, presumida, egoísta, soberbia, necesitada de protección porque se siente incapaz de vivir -como el resto de las flores- a la intemperie de la noche. Pobrecilla, la rosa requiere una campana de cristal que la resguarde del aire y de la lluvia. A eso es a lo que El Principito, que tanto la quería, la acostumbró. Pero esta vida no es real.

Lo más característico de este “hombre feliz”, de este "niño feliz", de este "adolescente feliz", es que lo quiere todo. Su deseo no está “embridado” por ningún otro ideal o sentido de vida, por ninguna otra motivación o razón, distinta del mero querer quererlo todo. Nada hay en su vida mayor que desearlo todo. Es incapaz de un proyecto alternativo que regule su capricho.


El “hombre feliz”, el "niño feliz", el "adolescente feliz", no se ve nunca en el brete de tener que optar y por tanto de tener que renunciar a algo en favor de otra cosa o persona. Todo es todo. Estos zapatos de deporte y aquellos también; estos cereales para el desayuno y aquellas galletas también; este móvil y aquella Tablet también...

El “hombre feliz”, el "niño feliz", el "adolescente feliz", no tiene la experiencia de la carencia, del límite. No tiene noticia de lo imposible porque todo le parece conseguible principalmente a través de otros en cuyos esfuerzo, responsabilidad y dinero, el “hombre feliz” descansa su vida "subvencionadamente".

El “hombre feliz”, el "niño feliz", el "adolescente feliz", permanece en la ilusión de que todo lo deseable es posible a su voluntad, ¡no a su trabajo!, sino a su santa y soberana voluntad. Son otros los que trabajan para su contento y su satisfacción. No hay para él otra prioridad que su autosatisfacción. Piensa en él y en colmar su caprichosa voluntad. Y en vivir sin que la vida le cause la menor "erosión".

Con arreglo al sentido que efectivamente rige su vida, para el “hombre feliz” no hay otra prioridad que su autosatisfacción. Piensa en él, y en el hartazgo de su caprichosa voluntad. Y en vivir sin que la vida le cause la menor erosión.


En los principios y en los valores en los que de hecho educamos a nuestros hijos pasa lo mismo que Séneca dice de la felicidad: si al dar el primer paso, se ha errado en la dirección, cuanto más afanosamente se camine, más se yerra. Más difícil que enseñar Matemáticas, Lengua o Inglés, es lograr que el alumno que habitualmente es tratado con arreglo a esta "pedagogía de la felicidad", es decir, que extraescolarmente vive en la pronta y fácil gratificación y en la completa ausencia de problema, salga de su inmensa zona de confort, se zafe de su natural holgazanería y se sienta instado a asumir en el pupitre una responsabilidad que le suponga algún esfuerzo.

¿De qué noción de felicidad, soy titular? Es la pregunta que a diario los padre hemos de hacernos y respondernos. ¿En clase de felicidad estoy educando a mi hijo?

2 comentarios:

  1. Gracias Eduardo por tu reflexión, creo que la felicidad que debe formar parte de nuestros objetivos fundamentales tanto como padres como docentes se basa en la felicidad del aprender, del descubrir en ocasiones desde el acierto, pero casi siempre desde el error. Abrazo.

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  2. De pocas cosas se le ppuede añadir el adjetivo todos y este tema es uno de esos pocos. Podemos afirmar sin temor a equivocarnos que todo ser humano busca ser feliz en todas sus acciones, incluso en aquellas más equivocadas. El problema es la concepción que se tiene sobre lo que e la felicidad y equivocándonos en el concepto nos equivocamos en la conducta.

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