Hace unos días vi cómo dos niños de diez años se gritaban. Lo hacían con saña. No llegaron a las manos. Pero les faltó poco. Si la discusión hubiera sucedido en otro lugar, seguramente hubieran acabado pegándose no sólo con las palabras.
Después de conversar con los protagonistas (y los espectadores) del incidente, llegué a la desoladora conclusión de que para bastantes de ellos el principal motivo para no pelearse era evitar una reprimenda o un castigo de sus padres y profesores.