domingo, 17 de enero de 2021

Víctimas de la botellona

La otra tarde, al poco de oscurecer, el termómetro ya marcaba cuatro grados. Seguro que la sensación térmica sería aún más baja. Apenas había gente en la calle salvo esos incombustibles adolescentes que acostumbran a “adolescentear” en esa esquina tan mal iluminada. Estar allí era un flagrante atentado contra el sentido común. Sin embargo, allí estaban, los de siempre, donde siempre, haciendo lo de siempre...



¿Qué impulsa a estos adolescentes a echarse a la calle en una noche tan fría y a ponerse a “adolescentear”? Es decir, ¿qué les incita a consumir alcohol, tabaco y presumiblemente otras sustancias más tóxicas y adictivas, a hablar a gritos, a recostarse en unos coches que no son los de sus padres y a prescindir -en estos dolorosos tiempos de pandemia- de la mascarilla y de la distancia de seguridad?


Cuenta Robert Sapolsky que las cuevas de Las Montañas de California forman un sistema de cavernas subterráneas que conduce, después de un descenso estrecho y serpenteante de diez metros, a una caída abrupta de más de cincuenta metros que hay al otro lado de un angosto agujero que no es nada fácil atravesar. En el fondo de la cavidad los espeleólogos han encontrado esqueletos de una antigüedad de siglos de los exploradores que en la oscuridad dieron el paso de más, el imprudente paso que les hizo precipitarse al vacío. Tales esqueletos, sentencia Sapolsky, siempre son de adolescentes.


La anécdota bien pudiera elevarse a categoría y tomarse como síntoma de la deficiente evaluación de riesgos que el adolescente acostumbra a hacer de su comportamiento: aquellos de California, dando un paso de más y estos de Sevilla, bebiendo al raso en una gélida noche de invierno en pleno recrudecimiento de una pandemia de la que ellos no son sus más frecuentes víctimas pero sí uno de sus principales vectores de contagio. Sí, resulta muy irritante que los adolescentes antepongan su diversión a la salud de sus familias. Quizás sea por ello que el botellón, que lleva lustros invadiendo impunemente la vía pública, ahora parece tener más contestación social que nunca.


Entonces... ¿por qué los adolescentes “adolescentean”? Los neurocientíficos responden que el cerebro del adolescente acusa un retraso madurativo de aquella específica región que nos hace más distintivamente humanos. Se trata de la corteza frontal y más en particular el lóbulo prefrontal, tanto el segmento ventral como, sobre todo, el dorsolateral. Resulta muy llamativo que sean precisamente las regiones cerebrales de las que depende nuestra distintiva humanización, las que menos determinación genética tienen y las que, por tanto, más expuestas quedan, para bien y para mal, al impacto del medio.



De lo contrario, sería harto improbable que el hombre pudiera ser el animal social tan sumamente complejo que evolutivamente ha acabado siendo. No deja de ser un tanto irónico que el programa genético del desarrollo cerebral humano haya evolucionado para, en cierta medida, liberar al lóbulo frontal de los genes. Gracias a este avatar el hombre no está genéticamente “cerrado”, sino biológicamente “abierto” y por eso la cultura, de la que es su autor y su producto, es posible.

Eso sí, entre otros costes, el precio de esta admirable anomalía es la vulnerabilidad del individuo cuando irrumpe en la pubertad. Mientras madura el lóbulo frontal (de su región ventral dependerá el control emocional y de la dorsolateral el cognitivo), el estriado ventral lo suple como puede... solo regular.


Pero hasta que el cerebro, en dicha región, no “pode” las neuronas funcionalmente ineficientes y acabe de mielinizar el resto, el adolescente difícilmente podrá evitar su característico “adolescenteo”; es decir, errar en la evaluación del riesgo de sus comportamientos, llegar tarde a sus emociones hormonalmente descontroladas, ver el mundo desde la egoísta “mirilla” de su estrecho placer, sentirse fatalmente fascinado por la experimentación de la novedad, etc.


El hombre anatómicamente “moderno” apareció hará unos 200.000 años y el hombre comportamentalmente “moderno”, unos 40.000. Hay que presumir que, desde entonces, su cerebro no ha experimentado ningún cambio evolutivamente relevante. Quiere decirse, por tanto, que desde entonces el hombre "tiene" adolescencia.


Sin embargo, esta adolescencia de hoy, la de la botellona, es un constructo cultural contemporáneo: por un lado, la mejor nutrición -que ha adelantado la irrupción de la pubertad- y, por el otro, la ampliación de la edad de escolarización y por tanto el retraso de la incorporación al mercado laboral y de la paternidad, han generado un “hueco” biográfico que antes nunca había existido. Es esta adolescencia.


Por ejemplo, mi padre. Con doce años entraba con su amigo Felipe en melonares vecinos, se bañaba en las albercas de las huertas de Torredonjimeno y Torreperogil, y se saltaba el cercado de Los Cantones de Porcuna para coger higos... ¿Fue esta su adolescencia? ¿se podría decir que estas “correrías” iban a cuenta de la inmadurez de su lóbulo prefrontal? ¿que esas “chiquilladas”, que tanto enfadaría a los propietarios de aquellas huertas, son el equivalente de estas “botellonas”, que tanto molestan al vecindario? Salvadas las distancias, probablemente sí: una atinada estimación del riesgo de estas conductas, a cargo de un prefrontal maduro, le hubiera hecho desestimar la idoneidad de entrar en esas propiedades.


Pero mi padre, entre la niñez y la madurez social, no tuvo tantas "estaciones" intermedias como ahora se reconocen: preadolescente, adolescente, joven, joven adulto... Con doce años una guerra le estalló en su cara y ya entonces el trabajo formaba parte de su vida cotidiana. No era explotación infantil, qué tontería, sino máxima cooperación familiar. Entonces vivir tenía mucho de sobrevivir y a ello todos habían de contribuir.


En el caso de mi padre, aquella parte del cerebro que nos hace más distintivamente humanos hubo de madurar en un tiempo cuyo principal afán era mantenerse materialmente "agarrado" a la vida. En bastante, la vida consistía en vencer a la propia vida. Esto hizo de mi padre un hombre particularmente esencial y recio, sobrio y luchador.



Pero a la genérica pregunta de por qué los adolescentes “adolescentean” le sigue la pregunta más particular de por qué estos adolescentes de hoy “adolescentean” de la manera en que lo hacen. El ejemplo de mi padre ayuda a ilustrar como cada generación “adolescentea” conforme a sus específicas circunstancias, lo cual no es sino una evidencia de esa cierta indeterminación genética de la que una parte del cerebro humano se puede beneficiar.

Lamentablemente, "adolescentear" haciendo botellonas, entendiendo que la diversión consiste en el consumo callejero de alcohol, no es nuevo. Los padres, las autoridades y la ciudadanía, ya se habían resignado a ello. Pero ahora la pandemia ha dado otra dimensión al fenómeno, amplificando su endiablada problemática.


Acostumbrado a bregar con adolescentes -aunque no los exculpo de las consecuencias de su desmedido “adolescenteo”: la adolescencia explica pero no justifica- sí considero que los padres en no pocas ocasiones son más responsables de los actos de sus hijos que los propios adolescentes.


La sociedad padece el “desvanecimiento” general de la autoridad. Es una tesis que Massimo Recalcati repite una y otra vez en sus ensayos. Le ocurre a los padres, a los maestros... incluso a los mismísimos agentes del orden público. Aún son “relativamente” cercanos los tiempos en los que el abuso de la autoridad -el autoritarismo- estaba socialmente asumido. Quizás eso ayude a entender que en la actualidad se haya pasado de aquel extremo autoritarista a este otro en el que lo socialmente aceptado es una suerte de “diálogo” en el que se difuminan esos límites que, aun sin resabio alguno de autoritarismo, tienen que existir entre padres e hijos, entre maestros y  alumnos, para no incurrir en una perniciosa "horizontalización" de los vínculos que termina extraviando todo sentido de "verticalidad" y acaba confundiendo la identidad y el desempeño de cada quien.



Avanzando por este camino es como, inadvertidamente, se llega a esta extrema y reiterada situación en la que los padres no “saben” qué hacer con sus hijos adolescentes, y a no tener los arrestos para decirle "no" ni la autoridad para que su "no" tenga efecto performativo y sea "ley" que reclama y consigue el respeto y el cumplimiento de los hijos. Sin duda, que muchos adolescentes se echen a la calle a hacer botellona, aunque no sea la única razón, tiene bastante que ver con este “desvanecimiento” de la autoridad de sus padres.

Regreso al ejemplo de mi padre. Él fue “adolescente” en unas circunstancias en las que la mayoría de la gente llevaba una vida carente de casi todo lo que no fuese esencial. No es el caso de los adolescentes de hoy, en esta sociedad hiperconsumista. Si aquellos fueron tiempos esenciales y duros: tan esenciales seguramente por tan duros; los de hoy son banales y hedonistas: tan banales seguramente por tan hedonistas.


Si entonces el propósito era afianzarse “materialmente” en la vida para, a toda costa, vivir, ahora el propósito es afianzarse “materialistamente” en ella para, también a toda costa, disfrutar. Quizás a los de entonces, vista a toro pasado su prometeica vida, les faltara sentido lúdico y festivo y, en cambio, les sobrara espíritu de sacrificio y de laboriosidad. Pero es que en el último medio siglo la sociedad se ha ido pendularmente al extremo opuesto y si antes la vida era trabajo, trabajo y trabajo, ahora es disfrute, disfrute, disfrute. Y tan penoso es que el trabajo no deje vivir, como que la postmoderna degradación del estado de bienestar impida saber que la vida, de veras, est magni laboris, es decir, un gran "quehacerse".




Cada tiempo se tiene en sus propias creencias y sufre sus propias ideologías. La linde entre la creencia y la ideología es difusa. Por eso, en una época en la que los Poderosos tienen más poder que nunca para “hurgar” en el natural crédulo del hombre, urge releer a Mannheim, a Horkheimer, a Orwell… y así comprender que la botellona, además de lo evidente que tan fácilmente nos entra por los ojos, probablemente sea el icono que mejor visibiliza en el segmento juvenil esa polimórfica ideología, ahora imperante, que dicta que la vida, más que nada, es diversión y disfrute, y que la felicidad de uno -una felicidad, por cierto, bastante banalizada- es un deber y una responsabilidad antes de otros que de uno mismo.


No existe la persuasión de que fuera de uno no hay "salvación" verdaderamente posible ni eficaz para uno mismo. Ni la convicción de que uno es el primer y mejor salvador de su propia vida. Ni tampoco la idea de que uno es autor y protagonista irreemplazable de ella. Extrañamente alguien se siente Augusto Pérez, aquel personaje de Niebla que se subleva contra su Autor, porque no quiere ser mero intérprete de un guión que otro escribe para él.


La conciencia individual se ha diluido en un rarísimo colectivismo que ha emergido en sociedades presuntamente "abiertas", democráticas y liberales, nacidas en contraposición a los regímenes fascistas y comunistas, en los que la masa y el colectivismo eran preeminentes en la constitución y gestión social. Ahora el individuo (por definición, indivisible, irreductible) se diluye en el sinfín de colectivos a los que está adscrito y que conforman esta sociedad de hashtags. Pese al cúmulo de derechos, de conquistas sociales, que tiene en su haber, la vida no parece vivida precisamente por individuos, sino por los colectivos que los aborregan.


Se ha extendido el engaño de que la vida, la buena vida, ciertamente no en el sentido clásico, es posible sin esfuerzo y sin trabajo, sin necesidad de asumir sacrificios, de practicar la superación personal ni de suscitar el ansia de la propia excelencia. Dicho en otros términos, se ha generalizado la mentira de que el estado de bienestar (que no de “bienser”) o es gratis o es otro, no se sabe quién, el que lo paga. La sociedad, el Estado, el Sistema... parece que no es solo responsable subsidiario, sino primero, de cada ciudadano.


Quizás el “felicismo”, esta concepción de una vida siempre “fácil”, “disfrutona”, “gratuita”, “subvencionada”, sea una secularizada secuela de ese tan católico saberse “hombres salvos”, de esa tan reconfortante creencia de que la Salvación es pura Gracia. Y así es como la sociedad ha pasado de la minoría de edad de la religión a la minoría de edad del Estado.


Pero, una vez que el Estado se ha convertido en “pagador" y “fiador” del ciudadano, no es de extrañar que también haya acabado arrogándose legitimidad para “educar” sus conciencias y modelar ingenierilmente su mundo intelectual y moral. Desde luego no hay mejor prisionero que el que, alimentado con el homérico azofaifo, pierde el anhelo de ser libre. Para ello, el Poder nunca tuvo tanto poder como el ingente poder que ahora le otorga la omnipotente tecnología. Ni la contemporánea educación universal, ni el moderno monopolio estatal de la fuerza ni la milenaria "tánato-técnica" de la religión, dieron tanto poder al Poder.

 


La lastimosa estampa de los de siempre donde siempre, haciendo lo de siempre, me lleva a pensar que mañana o no les aguarda ninguna responsabilidad o que, si les aguarda, no pasa nada si incumplen con ella, o que dicha responsabilidad es tan light que apenas les demanda dedicación y esfuerzo. Lamentablemente, son víctimas de un sistema educativo que, sin quererlo sus educadores, les induce a creerse que la vida es posible sin esfuerzo, a ignorar que es un colosal “quehacerse” y que acostumbrarse a hacer nada es hacer mucho, es lo mismo que “deshacerse”.




lunes, 8 de enero de 2018

“Umbral ok”, la trampa de los alumnos “inteligentes”. Esfuerzo, motivación y aprendizaje.

Hay alumnos que crecen cómodamente apostados en ese “umbral ok” que años atrás -con el tácito consentimiento de sus padres y educadores- pactaron consigo mismos.

Suelen ser alumnos sin más problemas de aprendizaje que los que se derivan de su discreta disposición al esfuerzo.


A su debido tiempo instauraron satisfactoriamente los fundamentos de la lectoescritura y del cálculo aritmético.

Pero luego el deseo de aprender y la voluntad de esfuerzo decidieron -a hurtadillas- guarecerse bajo un falso pero confortable “techo de cristal”.

Desde entonces el afán de progreso y de excelencia se les quedó tibiamente estancado. La curva de aprendizaje, que en los primeros cursos seguramente había logrado un valor destacable, se estabilizó; mejor, se atascó.


Éstos suelen ser alumnos que se han ido acostumbrando a oír que pueden más, que sus esfuerzos están por debajo de sus capacidades…

Entre padres y educadores -con estos inevitables decires- erróneamente les han hecho creer que son alumnos inteligentes.

Y ellos -consentidos de su presunta inteligencia- no tienen mayores reparos en dejar que los cursos corran casi en balde tratando -eso sí- de minimizar en casa y en el colegio las adversas consecuencias de su paralítico conformismo.


En el fondo, estos alumnos, igual que a menudo sus padres y educadores, suelen tener la segura confianza de que, apenas ellos quieran, pueden ser esos brillantes estudiantes que hace años se les reclaman que sean.

Sin embargo, corren el riesgo de que les pase algo así como a la holgazana y engreída liebre de Esopo, que no veía  rival digno en la tortuga ante la que finalmente perdió la carrera en un exceso de confianza.



Dudo de la efectiva “inteligencia” de estos alumnos. Considero que una persona es verdaderamente inteligente cuando logra estar intrínsecamente motivada para disfrutar realizando aquello que es conveniente, importante, decisivo, que haga, y para asumir el esfuerzo que estos cometidos a menudo conllevan.


Sin trabajo la inteligencia sola rinde mediocremente. El talento solo, sin esfuerzo, no logra genios. La inspiración, decía Picasso, visita a los genios, pero los tiene que sorprender trabajando.


Aprender esta lección, en general, es difícil para los alumnos de ahora.

En la actual cultura del “homo felix” las carreras de éxito que socialmente se hacen apetecer no se basan en el mérito que reporta el esfuerzo, sino en la volátil fama de la insustancia mediática de los influencers, de los youtubers y demás constructos comerciales que los coolhuntings de la polimórfica industria de la moda (presente en casi todos los sectores de la economía de consumo, incluido el deporte) efímeramente primero crea y luego destruye.


Siempre ha habido alumnos menos predispuestos a trabajar. Pero esto entonces era una cuestión de idiosincrasias personales. Los había sin tesón igual que los había pelirrojos y zurdos... Cada uno era cada uno.

Ahora, en cambio, esta indisposición al esfuerzo es una cuestión cuasi generacional.

Hoy en día se habla mucho de educar la creatividad. Ciertamente, es algo muy importante, pues estos alumnos se habrán de enfrentar a un mercado laboral en incesante recreación tecnológica; más aún, a la creación de una cultura que apenas está recién nacida.

Pero casi nada se habla de la conveniencia de educar a los alumnos en el esfuerzo. Como si el talento y la inteligencia, sin la compañía del trabajo y del esfuerzo, hicieran genios.


En sus investigaciones con niños geniales los neuropsicólogos Chase y Simon concluyeron que ninguno de los más talentosos jugadores de ajedrez que tuvieron en sus registros había logrado un nivel de destreza altísimo sin antes haber completado unas diez mil horas de entrenamiento. Es decir el equivalente a pasar jugando al ajedrez  24 horas durante 416 días, ininterrumpidamente.

Chase y Simon no negaron que en la genialidad exista cierta condición constitutiva, pero sí afirmaron que el esfuerzo es indispensable para llegar a ser un genio de las matemáticas o del violín o del ajedrez o de cualquier otra cosa, y que este entrenamiento, para que sea efectivo, requiere de una gran motivación más que de una gran capacidad biológicamente acreditada.



Por ejemplo, verificaron que los niños a los que sus padres consideraron sobredotadamente talentosos para algo en especial, se llegaron a creer su genialidad; y también que estos niños a fuerza de ser esforzadamente constantes en el ejercicio de dicho talento, en efecto lo llegaron a desarrollar más de lo común.

La evidencia experimental obtenida por Chase y Simon fue que la zona de desarrollo próximo correspondiente a tales cualidades -esa intuición psicopedagógica que Vygotski tuviera a principios del siglo XX y que luego Merzenich demostró en su laboratorio que sin duda es un hecho fisiológico neuronalmente asentado- se expandió en estos niños por encima de la media.

Y es que, en contra de lo que Galton estableció en sus estudios sobre el talento, no parece que sea del todo cierto que el límite de un desempeño dependa -sin más- de la genética, como si el talento fuera un extraño don de la naturaleza, y la disposición personal para hacerlo efectivo y así alcanzar el techo de su máxima realización, en cambio, dependiera enteramente de la libre voluntad del individuo.

En este sentido, los estudios de Sigman y Gilbert han hecho pensar que ni el límite superior del aprendizaje es tan genético ni el camino que conduce hacia éste es tan poco genético.

Por un lado, la voluntad, el afán de lucha y el ansia de superación, enseñaron Chess y Thomas, no son rasgos inmutables pero sí llamativamente persistentes a lo largo del desarrollo, dado que tienen una base biológica que dificulta que socialmente sean tan permeables como intuitivamente se suele creer.

De las diversas variables sociales que afectan al temperamento, según ellos, la más decisiva es el hogar en que el chico crece, pues del sinfín de motivaciones extrínsecas la gratificación afectiva es la más eficaz para que un alumno se ponga en disposición de romper su techo de cristal, y la que se otorga en el hogar se supone que es la más apreciada.



Por otro lado, el talento, ese don de la genética, explican Sigman y Gilbert, tampoco es tan inmutable como intuitivamente se suele creer. Para que el cerebro aprenda, observaron ellos experimentalmente, éste precisa esfuerzo y motivación.

Y neurológicamente aprender parece que consiste en el ejercicio de esa fabulosa capacidad que el cerebro tiene de reciclar la funcionalidad de unos sistemas que oriundamente son competentes para un específico cometido en otros que, después de mucho entrenamiento, llegan a ser competentes para otras tareas genéticamente no programadas y no menos complejas que la primera.

Cuenta Sigman cómo Gilbert y él lograron que el subsistema visual que nativamente sabe resolver una diferencia cromática en ochenta milésimas de segundo, tras muchas horas de ensayos, aprendió a distinguir -aparentemente con el mismo automatismo y la misma facilidad con que discrimina el color- la figura de un triángulo que al estar camuflada en una tupida área de puntos era imperceptible para cualquiera que no estuviera pertinentemente entrenado.



Hasta cierto punto -¡se trata de un punto tan admirable que permite al ser humano nada más y nada menos que aprender!- lo que la genética inicialmente ha establecido en el cerebro resulta rectificable.

Por ejemplo, aunque dicho muy simplonamente, esto es lo que se produce en la corteza ventral -en sus áreas visuales y espaciales- cuando un niño aprende a leer. La proeza le suele costar al alumno entre cuatro y seis años, dependiendo de la calidad del entrenamiento al que es sometido y también de la intensidad de la mielinización de su cerebro.

Aproximadamente, unas siete mil horas de aprendizaje, es decir, una cifra que va a la zaga de las diez mil de entrenamiento que Chess y Thomas computaron que eran necesarias para que los niños mejores ajedrecistas alcanzaran su elevadísima competencia.


A fin de cuentas el fenómeno es el mismo cuando el niño ajedrecista, donde hay unas piezas sueltas, es capaz de “leer” la trama de una sucesión de jugadas; cuando el niño alfabetizado, donde hay unos grupos de signos que son las palabras, es capaz de “leer” la trama de un relato acerca de unos hechos o de un argumento acerca de unas ideas.

Al poner la lupa fisiológica a estos hechos, el neurólogo Merzenich comprobó que, cuando se logra el reciclaje funcional de un sistema cerebral y que el individuo consecuentemente aprenda a hacer algo nuevo, las neuronas que intervienen en tal ejercicio tienden a expandirse y invadir a sus neuronas vecinas.

Pero Merzenich también comprobó que era necesario, para que esta transformación de la corteza cerebral se produjera, no sólo que el individuo fuera expuesto -sin más- al estímulo de aprender, sino que simultáneamente se le registrara actividad en el área ventral tegmental, esa región profunda de la corteza que produce dopamina.



Es decir, este potencial cambio en el cerebro, en el cual consiste la capacidad de aprender, demanda la doble condición de que externamente al individuo se le reclame entrenamiento y trabajo: es preciso que éste realice el esfuerzo que le supone responder al estímulo de aprendizaje al que exigentemente se le está exponiendo; y de que internamente en su cerebro se intensifique la segregación de dopamina: es preciso que el individuo sienta el gusto, el deseo, el interés, la motivación, de aprender.

Según descubrieron Hubel y Wiesel en sus investigaciones sobre el aprendizaje de adultos, la dopamina es el ingrediente más importante de la “sopa química” de neurotransmisores que promueve la transformación sináptica. El concurso de la dopamina es principal en la activación de la neuroplasticidad del cerebro.



Según la evidencia experimental de Goldin, el aprendizaje para su consolidación necesita el esfuerzo de la reiteración. La doctora Goldin comprobó que, para que un aprendizaje quedara efectivamente interiorizado por el niño -es decir, para que la transformación fisiológica de su corteza cerebral se consumara: esto es la memoria, un cambio sináptico que permanece- era insuficiente la cómoda audición de una lección y en cambio era necesario que a ésta le siguiera una pauta de actividad sobre ella.

***

Habida de cuenta de estas reseñas, ¿qué apunta la neuropsicología que es necesario para que el aprendizaje se produzca?

Dos palabras. Esfuerzo y motivación. No basta que la dopamina “reblandezca” el cerebro; a la vez hace falta esfuerzo para que el efecto del estímulo al que el cerebro queda expuesto quede “grabado” en él; de lo contrario, tal aprendizaje o no se produce o se produce sólo efímeramente.


En estos tiempos reivindicar desde las aulas -para las aulas- una cultura del esfuerzo no es una postura docente del tipo del “a mí me parece que”, tan frecuente en un mundo a veces tan brumoso como es el de la educación; sino una decisión en todo punto estratégica, tomada después de hacer una lectura atenta -primero- del entorno social donde los alumnos de hoy crecen y -segundo- del estado actual no de la “moda pedagógica” sino de su fundamentada investigación científica.

Esfuerzo y motivación en absoluto son palabras nuevas, que recién hubiesen sido incorporadas al debate educativo por la “neuropedabobía”; pero sí que han dejado de ser palabras sujetas a la opinión y al gusto del educador de turno.

Guste o disguste, 2 + 2 es cuatro. Y guste o disguste, el cerebro, para aprender, necesita Esfuerzo y Motivación. Y de las dos, especialmente estratégico, dada la actual circunstancia sociocultural, es insistir en el esfuerzo, aun a sabiendas de que sin motivación éste queda tullido.


Urge hoy impedir que los alumnos tiendan a apoltronarse en injustificados “umbrales ok” y a guarecerse bajo falsos “techos de cristal”, y a que en consecuencia su capacidad de aprender se quede estancada en “lugares” ya aprendidos en los que el esfuerzo no se precisa para estar. Todo ello requiere:



Instar a los propios alumnos a que abandonen su zona de confort, alentándoles a lograr la excelencia, que es mejor versión posible que uno puede alcanzar de sí mismo.
La medida de la propia capacidad es la medida del esfuerzo que cada alumno está moralmente obligado a intentar realizar.


Instar a los padres a que se liberen del el Complejo de Tetis, alentándoles a no privar a sus hijos de una saludable experiencia de la limitación.
De lo contrario, crecerán creyendo en la infantil omnipotencia de sus deseos.

Instar a los educadores a que transfiguren su imagen de enseñantes “erómenos” en la de maestros “erastés”.
La manera más eficaz de conseguir que el alumno aprenda porque le gusta aprender -hasta el grado de asumir el esfuerzo que esto conlleva- es que el educador se visibilice ante ellos no tanto como el que sabe mucho cuanto como al que le apasiona aprender: la propia emoción de aprender.

***

Cuando tuve ocho años mi padre me regaló una máquina de escribir Olivetti Lettera 42. El artilugio venía acompañado de un método para aprender mecanografía que sólo seguí hasta el momento en que me di cuenta que seis de mis diez dedos habían adquirido vida propia y habían aprendido a deslizarse por el teclado atinada y rápidamente sin que para ello tuviera yo que estar especialmente pendiente de ellos. Nunca llegué a contabilizar mis pulsaciones por minutos. La velocidad y el automatismo que adquirí entonces todavía hoy me parecen suficientes.

Al cabo de los años, aquella máquina de escribir fue reemplazada por mi primer ordenador, el cual hacía gala de más cortesía que su predecesora, pues con el corrector ortográfico de su procesador de textos me advertía de mis fallos mecanográficos. Gracias a él mis seis vertiginosos dedos perdieron el temor a equivocarse y yo me he podido ahorrar cientos de borradores.

Estoy seguro de que de haber continuado con el método hasta el final hoy mi velocidad mecanográfica sería mayor. Y estoy casi seguro de que, de no haberme tropezado con una tecnología correctora que supliera mis errores, finalmente hubiera acabado aprendiendo mecanografía con los diez dedos, para minimizar la tediosa obligación de tener que corregir cada folio antes de extraerlo del carro de la máquina. Es la historia de uno de mis “umbrales ok” en la vida. Tengo otros. Algunos de más difícil perdón.

P. D. Todavía no me he acostumbrado a dictar al ordenador y que ahorrarme el tedio de escribir. Seguramente porque escribiendo fijo mejor las ideas que hablando. ¿Otro umbral ok?

lunes, 11 de diciembre de 2017

En tiempos de confusión y de innovación escolar... ¡hay que encontrar la agalma!

El nuestro es un tiempo de paradojas, incluso de contradicciones. Están tan presentes en tantos órdenes de la vida que hemos acabado acostumbrándonos a ellas. Es lo que nos pasa, por ejemplo, en la educación. Seguramente nunca como hoy el valor de la educación haya estado socialmente tan asumido y a la vez seguramente nunca como hoy -he aquí la paradoja- la confusión y el desconcierto en torno a ella haya sido tan intenso y generalizado.



Primera parte: Paradojas en torno a la tecnología. Vieja Escuela vs. Nueva Escuela.


En el contexto de la tercera revolución de las máquinas, actualmente en curso, la educación cobra cada vez más importancia en las sociedades desarrolladas. Ante la certidumbre de que la mano de obra humana acabará reemplazada por un robot siempre que sea técnicamente factible y económicamente rentable, crece la convicción de que la mejor forma de sostener y de elevar el nivel de vida de un país es la creación de un empleo de calidad al que difícilmente tienen acceso ciudadanos desprovistos de una excelente competencia tecnológica que sólo es adquirible en aquellos modelos formativos que estratégicamente priman el currículo stem con el fin de satisfacer las exigencias de una economía postindustrial que necesita estar en ilimitada expansión para no verse sumida en recurrentes crisis sistémicas y que además encuentra su principal valor más en la innovación científico-tecnológica que en los procesos industriales de fabricación.


Mutatis mutandi, en este sentido, la Nueva Escuela, naciente en y para la tercera revolución industrial, no es tan distinta de la Vieja Escuela, nacida en y para la dos primeras revoluciones industriales. Seguramente, lo que imprima una especial urgencia al nacimiento de la Nueva Escuela es la radicalidad de muchas de las consecuencias que el impacto tecnológico está teniendo en el orden social, económico, político, educativo, cultural… Los cambios son tantos y sus efectos tan irreversibles que las sociedades occidentales y occidentalizadas asisten atropelladamente a un fulminante cambio de Era cuyo enorme calado -no sólo tecnológico sino amplia y hondamente cultural- a la mayoría de los ciudadanos se les escapa.

En la hipertecnológica sociedad del conocimiento la educación suscita el interés -antes inusual- de economistas, sociólogos, informáticos, científicos, tecnólogos, neurocientíficos, ingenieros en genética humana y en Inteligencia Artificial... que amonestan a maestros, profesores y pedagogos de la multitud de fabulosas y vertiginosas aplicaciones educativas contenidas en la innovación que tan exitosamente ellos están obteniendo en sus especialidades profesionales. De hecho, no anda hoy desencaminado quien tenga la impresión de que el porvenir de la educación, a medio y largo plazo, depende más del ingenio de esos investigadores de vanguardia, que del ingenio de los mismísimos educadores que extremamente andan, unos, de espaldas a la nueva realidad y, otros, en cambio, abducidos por ella.

Pudiera parecer que lo más retador, para la Vieja Escuela, de esta metamorfosis tecnológica es la pronta y definitiva incorporación de la “pantalla” a la enseñanza con todo lo que ello conlleva: que Internet se convierta en el “aula” de la Nueva Escuela, que la inclusión del bigdata en el proceso de aprendizaje sea una formidable herramienta para ejecutar un aprendizaje más científico e individualizado, que los entornos digitales sean los nuevos catalizadores de la enseñanza forzando así a redefinir el rol de un profesor que secularmente ha sido la hegemónica sede del conocimiento en el aula y por ello el eslabón insustituible del proceso de aprendizaje…

Sin embargo, la asunción de este impresionante desarrollo tecnológico, aún siendo ciertamente tan retador para una escuela que fue concebida analógicamente al servicio de una sociedad también análogica, no es lo más retador de todo. Véase, por ejemplo, ¿qué será dentro de un tiempo de la Nueva Escuela, ésa a la que tanto esfuerzo le costó “nacerse” digital para no sucumbir de obsolescencia, cuando al alumno ya no le sea estrictamente necesario aprender para saber? ¿Qué será de la Nueva Escuela cuando dentro de un tiempo su “screen pupil” sea reemplazado por el “cyborg pupil”? ¿Qué será de Ella cuando el “aula” ya no sea Internet sino el “laboratorio ciberneurológico” (¿versión futurista del actual gabinete psicopedagógico, responsable de ¿arreglar? los problemas de aprendizaje?) en el que se “transfieran” al cerebro de los alumnos aquellos precisos algoritmos que producirán esas concretas conexiones neuronales que significan “saberse el álgebra” o “saberse la literatura hispanoamericana” y que antes sólo eran posible, si es que lo eran, mediante años de estudio? ¿Ciencia ficción? ¿Tanto como los antibióticos antes de Fleming? ¿Tanto como la informática antes de Turing? Que la “singularidad está cerca”, ¿es un milenarismo más o es la advertencia de un nuevo hito evolutivo ya incoado?


Lo más prodigioso que le está sucediendo al hombre de hoy es que la inteligencia, esa que evolutivamente eclosionó hace setenta mil años en su cerebro, se ha escindido de su conciencia. Es algo maravilloso. Si importante es la tercera revolución industrial, más lo es la segunda revolución cognitiva, una de las más decisivas consecuencias de aquélla, eso sí, apenas recién iniciada. Si llamativo es el avance que está produciéndose en el campo sin vallar de la Inteligencia Artificial, mucho más lo es el que se atisba que va a resultar de su hibridación con la Inteligencia Natural, la cual, además, entonces ya no será producto del ciego diseño de la evolución, el mismo que azarosamente produjo la primera revolución cognitiva, sino del inteligente diseño de los genetistas humanos. La Vieja Escuela se cuece en la mala conciencia de su condición “tardo analógica”. Por eso, en ella existen reactivas ansias de innovación. Y en eso está, en renovarse, quizás aturulladamente. Sin embargo, para sorpresa de muchos de los actuales mesías de la educación, puede que la Nueva Escuela nazca “vieja”. En tiempos de paradojas, otra más, que lo nuevo nazca viejo.

Entre tanto, a la espera de que se dilucide si este fantasioso futuro (por ejemplo, las profecías de Kurzweil) se hace o no fascinante realidad, lo que sí hay que procurar es que la Nueva Escuela nazca sabiendo hacer una correcta asimilación pedagógica de la tecnología para que, de cara a estos alumnos de ahora, sus beneficios sean maximizados y sus perjuicios minimizados. Aunque fuera de la tecnología todo es cada vez más gélido, es necesaria cierta cautela en su definitiva inclusión escolar. Al respecto se observan dos posiciones extremas.


A un lado, los más audaces advierten que para la edificación de la Nueva Escuela es necesaria la pronta consumación de una auténtica transformación digital de la enseñanza en la que hay que asumir que el instrumento “pantalla” es el máximo inspirador pedagógico del nuevo paradigma de aprendizaje y de un nuevo modelo de escuela. Al otro lado, los más prudentes piensan que, por ahora, lo más conveniente no es acceder a la íntegra transformación de la enseñanza sino sólo a una parcial transferencia digital del aprendizaje; es decir, acceder a la sola sustitución del soporte papel por el soporte virtual sin que en el fondo nada sustancial cambie en unas aulas que conceptualmente (no instrumentalmente, pues la “pantalla” se introduce) siguen siendo analógicas ya que la mentalidad de sus profesores así continúa siéndolo.

Sin embargo, el que la “pantalla” sea “el” instrumento e Internet “el” aula, en absoluto es un cambio inocuo. El instrumento nunca ha sido un artefacto intrascendente. Si el hombre es capaz de adaptarse tan “fácilmente” al medio, incluso de adaptar el medio a él, se debe, entre otras razones, a que su cerebro, porque es "plástico", incorpora a sus procesos cognitivos las “herramientas” que el hombre usa para mejorar su encaje en el entorno, de manera que las acaba tratando -es cuestión de ejercitarse- como si fueran una prolongación natural -¡no artificial!- de su organismo. Por eso, el bastón o la raqueta o el peine o el cepillo de dientes o el lápiz o el coche o los zapatos o las gafas o las lentillas o el respirador de buceo o el ratón del ordenador o el touch de la pantalla del móvil o el nuevo sistema operativo que solo se le actualiza en su ordenador… más pronto que tarde dejan de causar al individuo que los maneja sensación alguna de extrañeza y de novedad. En este sentido, la “pantalla” no es más que una herramienta.

El que sólo tiene un martillo piensa que todos los problemas son clavos. El ser humano tiene la natural tendencia a la “hibridación cognitiva”, es decir, la “mezcla” de la biología y de la tecnología. Lo que espontáneamente sucede con la rudimentaria “técnica” del homo faber (el martillo, los zapatos o las tijeras...) también pasa con la sofisticada técnica del homo digitalis, pero yendo a extremos de mayor calado cognitivo: la inmediatez comunicativa y la recepción no lineal de la información, la velocidad del tráfico de datos y la dominancia del lenguaje audiovisual sobre el lectoescritor, la externalización de la información y la sobreexcitación de la memoria transactiva.... En este sentido, uno de los riesgos de la digitalización no sólo de la escuela, que habría que saber cómo neutralizar de cara a los niños y adolescentes, es que la “pantalla” les dé lo que se les hace gustar y querer a costa de lo que no se les hace necesitar, para que sean más, y no menos, inteligentes que su inmediato antepasado, el “homo legens”.


El cambio de instrumento, mucho más cuando se accede a la íntegra transformación digital del proceso de enseñanza y de aprendizaje, en absoluto es inocuo. No es casual que, de los tres o cuatro modelos psicopedagógicos que más exitosamente cuajaron durante el S. XX, el que mejor se está adecuando a la idiosincrasia educativa de la Era Internet sea el constructivismo. En la Nueva Escuela generalmente el aprendizaje se describe como la construcción del conocimiento (mantra número uno de la Nueva Escuela) que los alumnos cooperativamente (mantra número dos) han de hacer navegando por esa infinita y caótica “biblioteca” (mejor, “videoteca”, “iconoteca”...) que es Internet (mantra número tres).

Si en la Vieja Escuela hasta cierto punto el riesgo era que en un escenario de información muy acotado el aprendizaje se redujera a la pasiva y poco inteligente retención de conocimientos ya harto elaborados, en la Nueva Escuela el riesgo es que la competencia “aprender a aprender” (mantra número cuatro) se reduzca a un eslogan huero, insustancial, vacío de contenido y además, que es lo peor, muy difícil de llenar precisamente por tenerse que desarrollar en un medio de sobreabundante y desordenada información. Igual que un naufragio en alta mar no es la mejor ocasión para que un niño aprenda a nadar, un medio en el que la infinita información no se muestra catalogada ni discriminada por criterios escolares ni académicos tampoco es la mejor situación para que el alumno adquiera ese mínimo de conocimientos necesarios que lleguen a cristalizarle en el juicio y el criterio que son indispensables para discriminar la inteligencia de lo que busca y de lo que encuentra.

Igual que en el marco de la tercera revolución industrial, decíamos arriba, es probable que más pronto que tarde acontezca la segunda revolución cognitiva, también lo es que a los “screen children” les sobrevenga una tácita involución cognitiva de la cual la Nueva Escuela -víctima de su temor al anacronismo en un momento en que socialmente se le reclama insistente renovación- no debe ser su cómplice favoreciendo incautamente el tránsito hacia un escenario pedagógico en el que la hegemonía ya no es tanto del lenguaje escrito cuanto del audiovisual y en el que aprender ya no consiste tanto en saberse las cosas (sabrosa interiorización) cuanto en saber dónde encontrar su información (memoria transactiva) para cuando le haga falta.


El novedoso anidamiento de la pedagogía del descubrimiento en Internet no debe traducirse en la superficial reducción del aprendizaje a una elaboración de cartas virtuales de navegación a las que acudir cuando un conocimiento haga falta. En los tiempos analógicos aprender no consistía en la fabricación de unos ficheros de biblioteca. Conocer dónde estaban los libros de botánica no hacía que el bibliotecario se supiera la botánica. Una inteligencia sin conocimientos es una ficción. Hasta ahora el esfuerzo de saber ha sido la más eficaz gimnasia para la inteligencia humana. La neurología enseña que el cerebro de un niño privado de luz o de sonido o de comunicación lingüística no llega a desarrollar convenientemente las estructuras que hubieran sido responsables de tales funciones. La visión, la audición, la comunicación verbal, son posibles capacidades neurológicas que, privadas del medio adecuado cuando sus “ventanas de oportunidad” se abren, no permanecen en situación de “potencia aristotélica” a la espera de una mejor oportunidad que las haga pasar al “acto”. En el cerebro no hay, por así decirlo, “activos finalistícos”. Algo análogo le sucede a la posible capacidad de la inteligencia privada del esfuerzo de aprender conocimientos inteligentes.

El “efecto Google” y el exceso de memoria transactiva que éste genera, la saturación audiovisual y el déficit de abstracción y de comprensión y expresión escrita que ésta consecuentemente produce, están ahí y han de ser muy tenidos en cuenta por los diseñadores de estos entornos virtuales de e-learning que ciertamente saben personalizar al máximo el aprendizaje de cada alumno gracias al inteligente manejo del rastro digital (es el bigdata hecho didáctica) que éste deja en su interacción con la “pantalla”, para que el digital no sea menos inteligente de lo que era el alumno analógico. Estos son los hechos que han de ayudar a los educadores de ahora discernir si el cauteloso es víctima de un atávico temor al progreso y si el audaz es rehén de una hipnótica fascinación futurista.


Segunda parte: Paradojas en torno a los principios. Sociedad Abierta vs. Sociedad "Licuefacta".


Pero la tecnología no es la única causa de esa yedra de confusión que actualmente serpentea a sus anchas por el mundo educativo. Nuestra sociedad conoció una época, hace sólo unas pocas décadas, en la que bastaba que el profesor se asomara a la puerta de la clase para que el silencio se reinara entre los alumnos. Quizás este respeto no siempre fuera efecto tanto de lo que el profesor a título personal hacía y decía en las clases, cuanto de lo que socialmente éste representaba.


En cambio, ahora el profesor ya no puede vivir de la renta de una consideración social como la de antes, que le era generalmente benévola, y tiene que ganarse el respeto de los alumnos y de sus familias con la fuerza de su palabra y de su acto. Lo cual -que, en principio, en absoluto es malo; más bien, lo contrario- probablemente también sea síntoma de cómo en la sociedad actual se ha pasado de un desequilibrio en el que la carga de la prueba solía recaer sobre el alumno a otro desequilibrio, igual o mayor, en el que ésta suele recaer sobre el profesor en análoga situación a la que los padres de hoy también suelen encontrarse con sus hijos.

Desprovista ya de aquella común potestas de la que padres y profesores estaban socialmente recubiertos, ahora la auctoritas parental o es auténtica y día a día ganada en una vida de familia congruente con los principios en los que se pretende educar a los hijos; o sencillamente acaba no siendo auctoritas, sino sólo potestas, que es lo que a muchos padres les termina sucediendo en una sociedad en la que el deterioro del principio de autoridad es un fuerte indicio de la dramática falta de adhesión a casi cualquier principio cuya exigencia de coherencia interfiera en la inmediata e intensa satisfacción de un deseo que se ha vuelto vacua y sórdidamente material.

Seguramente, nunca el valor de la educación, dijimos al inicio, haya estado socialmente tan considerado como hoy. Proyectándose sobre el futuro, el vertiginoso progreso tecnológico revaloriza la educación mostrándola como la mejor de las garantías para evitar que una sociedad, una generación entera, no se encuentre arrojada el día de mañana a los arrabales de la historia. Sin embargo, el sacrificio y la paciencia que exige la formación han sido culturalmente reemplazados por la ilusión de las carreras rápidas, hechas sin esfuerzo y además económicamente muy gratificantes. Hoy la renuncia está fuera de lugar. No en vano, esta sociedad antes que hipertecnológica era hiperhedonista. Ha sido su fe liberal en el crecimiento económico ilimitado la que ha terminado por hipostasiar sendas hipertrofias, haciendo de ello uno de sus rasgos más característicos. En el mundo actual todas las ideas de felicidad acaban en una tienda, preferiblemente tecnológica.

Sucede además que la escuela ha dejado de ser un eficaz aparato ideológico de los estados y de los poderes fácticos de las sociedades desarrolladas con la misión de crear consenso mediante -en el mejor de los casos- la transmisión de la cultura y -en el peor- el adoctrinamiento en un régimen. Tales cometidos han transferidos de los sólidos agentes sociales de antes a los “líquidos” de ahora: primero a los medios de comunicación de masas y recién a las redes sociales, las cuales están mostrando una inusual capacidad para la ingeniería social. He aquí otro efecto, radical e irreversible, del impacto de la tecnología. No sólo la pedagogía, sino también la sociología, corre el riesgo de ser subsumida por la “digilosofía”.

Lo más paradójico de esta situación es que una escuela socialmente tan débil se sienta socialmente más exigida que nunca antes. A la escuela se le urge que practique una imposible suplencia de una familia que, como el resto de las instituciones sociales, también se ha vuelto “líquida”. El hecho es que una sociedad que sumida en un brutal y fascinante cambio de Era no se reconoce a sí misma, exige a una escuela que sumida en una confusa y novedosa crisis de paradigma tampoco se reconoce a sí misma, que asuma la educación cuasi integral de unos alumnos cuyas familias están tan inciertas en lo que a los principios rectores de la vida de sus hijos se refiere, como incierta está la propia escuela en lo que a los principios rectores de su renovación pedagógica debe ser.


Si algo de los tiempos pasados, previos a la “licuefacción” de todo lo que antes había sido sólido terreno en el que la sociedad tenerse culturalmente en pie, se echa en falta en la escuela de hoy es el pacto transgeneracional entre profesores y padres. Antes no estaba escrito; ahora, en cambio, urge que lo esté. En una “sociedad abierta”, por no decir culturalmente “licuefacta”, se hace imprescindible que los padres puedan elegir la escuela de sus hijos en función del ideario y del currículo que que ésta profese y enseñe. Como es una clamorosa mentira que la educación pueda ser ideológicamente aséptica, en una “sociedad abierta” -digamos de nuevo “licuefacta”- urge el establecimiento de un régimen educativo en el que los padres puedan elegir libremente, porque es de este ejercicio de libertad de donde puede surgir el compromiso de la familia que avale al profesor de sus hijos. Si educar, admítase como fundamento, es humanizar la vida, resulta imprescindible que cada hijo sea educado con arreglo a la noción de humanización que tengan sus padres. Para ello, la comunión entre escuela y familia ha de ser absoluta en lo esencial.

Aunque, por un lado, parece que la Nueva Escuela hace esfuerzos por liberarse del sesgo academicista de la Vieja Escuela y ha encontrado, por ejemplo, en la teoría de las inteligencias múltiples la cobertura pedagógica para hacer una consideración del alumno más integral que antes; es verdad que, por otro lado, parece que lo que más diligentemente se abre camino en la Nueva Escuela es el modelo hipercognitivo o hipercientificista. El ansia de la escuela de hoy por estar a la altura de las demandas de la hipertecnológica sociedad del conocimiento es tanta, que su máxima preocupación radica en “fabricar” individuos que sepan afrontar el futuro con éxito profesional, para lo cual ha dado un giro stem a su currículo.

Sin embargo, de lo que la Nueva Escuela parece estar olvidándose es de que, precisamente con vistas al éxito futuro del alumno, una educación integral no pasa sólo por su alta cualificación tecnológica, sino también por su bien fundamentada agudeza crítica. Preparar para el futuro nunca debe consistir sólo en formar para saberlo atender profesionalmente, sino además para saberlo cuestionar, de manera que el futuro no sea una suerte de imposición divina imposible de reconducir e incluso de evitar. La preponderancia stem de los currículos, sin duda, hará a los individuos tecnológicamente más competentes, lo cual es indispensable; pero si dicha preponderancia stem se ejecuta a costa de las Humanidades y en confrontación con ellas, seguramente no haga a los alumnos inteligentemente más críticos con los “temas” de su tiempo ni inteligentemente más encelados con la indispensable cuestión del sentido, la cual hoy, es evidente, ha dejado de tener sentido, y cuyas grotescas consecuencias se hacen notar en un estilo de vida de asfixiante banalidad.


Las sociedades occidentales y occidentalizadas se han quedado sin grandes relatos. Carecen de pegamentos míticos que las aglutinen en torno a unas utopías tan densamente humanas que puedan generar unos “porqués” y unos “paraqués” capaces de poner en orden tanto cómo sublevados como ahora hay. De momento, la tecnología es la única creencia transversal y transgeneracional que estas sociedades conservan. Y esto, de quererse curar, sólo se hace regresado a las Humanidades, pero no en reactiva contraposición a los imprescindibles currículos stem, sino como su necesario complemento. Es fácil de entender. En la naturaleza no existen ni los “porqués” ni los “paraqués”. El hombre se los tiene que inventar. Sencillamente porque los necesita. Es el precio que ha de pagar por esa forma de evolución tan sofisticada que es la cultura. La enorme dificultad es que, en adelante, tales invenciones habrán de ser sin Dios, el mayor de todos los grandes relatos que el hombre se ha autoinventado. Y eso es lo que está por ver, que el solo hombre pueda ser el fundamento de sus utopías.

Tercera parte: Paradojas en torno a la esencia. Profesor Enseñante vs. Profesor Agalma.


En este tiempo, de tantas ocurrencias pedagógicas, es prioritario reconcentrarse en lo más esencial que es la educación, y desde ahí afrontar el formidable reto de renovación al que la escuela de hoy está emplazada. Para poner orden en tan aturullado apremio cabe citar a Nietzsche: Quien tiene un por qué es capaz de cualquier cómo. El aforismo lleva implícito un profundo y certero diagnóstico. El más grave problema de la educación de hoy, a nuestro juicio, no es el de los instrumentos, aunque sea ahí donde el debate esté máximamente establecido, sobre todo en su apremiante vertiente tecnológica, como ya hemos visto arriba; tampoco el de las maneras didácticas a las que el uso de esos instrumentos incita, aunque sea ahí donde nazcan tantas ocurrencias que, tras el embozo de la creatividad y de la innovación, con demasiada frecuencia sólo son expresiones del vacuo esnobismo pedagógico que domina en la escuela; sino el de la calidad de los motivos -es el nietzscheano por qué- que alientan la vocación educativa de los profesores e inspiran su estilo de ejercer el magisterio.


En la tupida selva de los “cómos” en que hoy la educación anda perdida, es imprescindible establecer el debate en lo más genuinamente originario, en esa condición suya de agalma que -engastada en la excelencia de aquellos profesores que no se exhiben en el aula como erómenos sino como erastés del conocimiento- consigue que el alumno desee y quiera aprender. De cuanto hoy es posible hacer en la escuela, lo más importante, sin duda, es seducir al alumno para que aprender le resulte una tarea apetecible, y ello hasta el extremo de que, pese a ser de una sociedad tan hiperhedonista y tan hiperpragmatista como ésta, el alumno acceda a diferir otros deseos cuya inmediata satisfacción entorpece, seguramente impida, el desarrollo del deseo de aprender incluso aquello que al pronto carece de alguna utilitaria aplicación.

Esta “metacompetencia”, el que aprender sea causa de un entusiasmo tan primordial que llegue a participar activamente en la reconfiguración (en la educación) del mapa de los deseos humanos, es condición de posibilidad de aquellas otras competencias que la jerga administrativo pedagógica dicta que hay que conseguir. Esto, tan difícil siempre, ahora, en el actual contexto sociocultural, llega a ser tan arduo, que sólo los profesores excelentes resultan aptos para ello. La pregunta, claro, es: ¿en qué consiste esa excelencia? 

Según el relato de Platón en El Banquete, Agatón invitó a Sócrates a debatir en su casa con otros sabios atenienses sobre la naturaleza de Eros. Agatón quiso que el maestro, al llegar, se sentara a su vera para así poderse apropiar de su sabiduría. Pero Sócrates, lejos de sentirse fácilmente halagado por el amable gesto de un aventajado discípulo que lo quería cerca de él, le respondió que la sabiduría no era como el agua que por el hecho de estar mutuamente en contacto dos recipientes se puede derramar del más lleno al más vacío. Al reaccionar de modo tan incomprensible para Agatón, explica J. Lacan, Sócrates no quiere que el discípulo lo perciba como alguien poseedor de sabiduría, sino como un ávido buscador de ella.


El maestro comparte con el discípulo, en lo que a la sabiduría se refiere, la misma condición de erastés; es decir, discípulo y maestro aman más la sabiduría que no tienen pero ansían tener, que la que ya poseen. Ninguno de los dos, regresando a la metáfora inicial de la enseñanza y del aprendizaje como si del mecánico trasvase de unos líquidos se tratase, es un recipiente colmado de sabiduría. Ninguno de los dos es un cognoscente satisfecho. Tampoco el maestro, por muy sabio que pueda ser. La más preciada transferencia, la más sabia enseñanza, la más valiosa lección, que el maestro puede regalar al discípulo no es la del acopio -más o menos amplio- de los conocimientos que ya tiene y que al discípulo -ciertamente- le puede conducir al erróneo juicio de que su maestro es un erómenos , es decir, la encarnación de la sabiduría que él desea poseer para saciar su menesterosa condición de erastés.

Aunque parezca paradójico, la más preciada transferencia del maestro a su discípulo es la de su perenne condición de erastés de la sabiduría, de perpetuo aprendiz, de contumaz alumno. Adviértase que sólo el maestro que nunca pierde su anhelo de aprender, que siempre lo conserva brioso, evita que se le pueda desnaturalizar su auténtica condición pedagógica de erastés y acabe él mismo mutando en erómenos, en fatuo enseñante que tuerce la pedagogía al pretender que sus alumnos aprendan lo que él sabe más que prenda en ellos el hambre insaciable de saber. No es posible que el aprendizaje se convierta en agalma para el deseo del alumno si su profesor no es erastés y el aprendizaje no es también para agalma que le moviliza el deseo saber.


Lamentablemente, en el mundo de la educación hoy abundan más los profesores enseñantes que los profesores agalma. Y mil enseñantes, aunque estén máximamente al tanto del uso de la “pantalla” y de cuantas ocurrencias pedagógicas ésta hace cristalizar en su alrededor, no valen lo que un solo profesor erastés. Para quien no sea erastés el aprendizaje no sea agalma de su propio deseo, este impulso de innovación escolar, será mera quincalla tecnológica, mero esnobismo pedagógico. La Era de Internet, en la que el alumno tiene libre e inmediato acceso a cuenta informacion quiera, no precisa de profesores enseñantes, éstos se han vuelto obsoletos, pues para eso ya está Internet, sino profesores erastés que sepan suscitar y forjar una relación de deseo entre sus alumnos y el conocimiento. Hoy el conocimiento nace envejecido. Por eso, es absurdo contratar a un candidato por lo que sabe, aunque ello sea lo último de lo último, sin verificar antes el vigor de su condición de erastés.

*** *** ***

En tiempos de confusión y de innovación escolar, la educación o es agalma del deseo de aprender de los alumnos o es esnobismo pedagógico y quincalla tecnológica de los enseñantes. En las liturgias griegas la agalma era un exvoto, generalmente una estatuilla, una joya preciosa o un lujoso adorno, con el que el oferente pretendía ganarse el favor de los dioses.
En sentido figurado, la agalma es aquello que mueve el deseo y determina la voluntad de alguien. En estos tiempos, a la vez de confusión y de innovación pedagógica, hay que insistir en que la educación es, más que nada, esa agalma que excita el deseo y la voluntad de aprender del alumno. El taumaturgo capaz de sanar ese moderno mal que es la obsolescencia, no es el profesor enseñante que, fatuamente aupado en lo mucho que sabe, se erige en erómenos para sus alumnos. El conocimiento hoy nace envejecido. Por eso, lo aconsejable no es confiar en un profesor tanto por lo que sabe, aunque sea lo último de lo último, cuanto por su verificada su condición de profesor erastés, es decir, por su vital necesidad de aprender, en especial aquello que, en el tráfago de la Nueva Era, considere imprescindible para que aprender sea agalma que excite el deseo de sus alumnos.